En esta ocasión les acercamos un extracto del relato 1966 (Crónica de mi primer día en el exilio)
El autor es Martín Doria, coordinador del primer sábado de lecturas que tendrá lugar el 7 de junio a las 17hs. Martín tiene dos vocaciones, es médico pediatra… y escritor. El pasado 28 de abril su relato fue seleccionado entre setecientos más, junto a otros once escritos. El mismo estará integrando una antología que será próximamente publicada. Bajo el título 'Los que vienen y los que se van. Relatos y testimonios de inmigración y emigración de la Argentina'.
El premio fue otorgado por la Fundación Banco Ciudad/fundación El Libro que conformó un jurado integrado por destacadas personalidades del ámbito literario como Ana María Shúa, Graciela Aráoz, Viviana Martínez, Carlos Caporali y Luis Gregorich. La premiación tendrá lugar este sábado 10 a las 16 Hs en la Sala Victoria Ocampo de la Feria del Libro.
El sábado 7 de junio Doria estará inaugurando el ciclo de lecturas con un encuentro que llevará el título “la escritura, otra vocación”. Próximamente publicaremos más información sobre el tema, ahora los dejamos con el extracto del relato.
1966(Crónica de mi primer día en el exilio)
Sentía el río que hacía crujir las maderas bajo mis pies y escuchaba el rumor del agua inquieta que se resistía a permitirnos el paso y todo empezaba de pronto a transcurrir tan lentamente que el tiempo parecía comenzar a acumularse tras mis espaldas. El tiempo y ese costal entero de cosas inesperadas que me habían llevado a este lugar perdido del mundo, a mis veinticinco años, con un niño en el vientre y tan lejos de mi propia tierra como yo nunca hubiera imaginado. Todo eso junto detrás mío hasta que no pude más y me resigné a respirar finalmente con todos mis pulmones, aspirando toda la mierda junta que no había olido en toda mi vida. Apenas si habíamos superado la mitad del río cuando decidí bajarme del auto. Busqué con la mirada a Alfonso, que me había dejado allí junto al chofer y charlaba con su hermano y algunos hombres de sombrero en el extremo cubierto de la barcaza. Caminé hacia el otro extremo, que apuntaba a destino, esquivando las plastas de estiércol que se secaban en la madera y observé a los planchoneros, varios negros semidesnudos que se quebraban los músculos manejando aquello con sogas y palos de ceibo. Una mujer pequeña y regordeta me miraba abiertamente debajo de su sombrilla amarilla. Estaba sola también, debajo del sol y yo debía parecerle harina de otro costal. No me había sacado mis enormes anteojos oscuros y llevaba una pañoleta celeste cubriéndome el cabello. La elección de la ropa quizás no había sido la adecuada: un sastre verde claro por encima de la rodilla y yo tan flaca que el grueso cinturón con hebilla de carey alcanzaba para cubrirme las caderas y un embarazo de casi tres meses. Esa mujer me seguía mirando y era tan fuerte la sensación de estar fuera de lugar, que tuve la necesidad de hundir mis zapatos en la inmundicia. Los planchoneros empezaron a enderezar la barca con maderas enormes que clavaban hasta el fondo del Sinú y otros hombres hacían lo propio con cuerdas desde el barranco de la orilla. Pronto la estructura quedó lista para desembarcar. Alfonso llegó hasta mí y me tomó de los hombros. Yo miraba el comienzo del barranco riesgoso y por encima de él, recortadas contra una sábana de palmeras agitadas, las tres figuras vestidas de negro. “No me preparaste para esto”, hubiera querido decirle a Alfonso pero no quise herirlo. En cambio, me apreté contra él y escondí mi rostro de pánico.
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