La próxima semana estaremos dando comienzo a una nueva actividad dentro del área de Instituciones + Cultura, presentada en conjunto por Familia Zuccardi y Objeto a. La misma consiste en una serie de degustaciones que, bajo la figura de Baco, se enmarcarán en un contexto peculiar, así al mismo tiempo que los participantes se irán adentrando en los misterios del vino tendrán un acercamiento al mundo del arte.
Dionisos es una figura controvertida que está fuertemente asociada con el vino y el arte, desde distintos lugares. Los sucesivos encuentros irán desglosando estos lazos. Por lo pronto los dejamos en compañía del mito griego que da vida a esta figura….
En la ciudad griega de Tebas, vivía la princesa Sémele, hija del rey Cadmo y de la reina Armonía. Tan grande era su belleza que pronto fue objeto de la atención de Zeus. El dios acudía a visitarla al palacio de su padre disfrazado de mortal, hasta que un día la joven cedió ante una insinuación de Hera (la celosa esposa de Zeus) que, disfrazada de la nodriza de la joven doncella, sembró donde había confianza la duda de si quien la visitaba era realmente Zeus o si era un impostor que se había aprovechado de su inocencia.
De modo que, en su siguiente encuentro, la joven Sémele rogó al dios que se le mostrara en su olímpica majestad. Zeus accedió con mucho pesar ante la obstinación de la joven, consciente de que no podría soportar su divino resplandor, pero como le había dado la palabra de concederle lo que quisiera, tuvo que acceder a su ruego.
Fue así como la joven princesa pereció consumida por las llamas que desprendía Zeus, el señor del rayo. Dionisos, que estaba en el seno de la joven, hubiera perecido también si una tupida hiedra fresca y húmeda con que lo envolvió Gea, diosa de la Tierra, no se hubiese enrollado milagrosamente en las columnas de palacio, interponiendo su verde pantalla entre el niño dios y las llamas celestes.
Zeus recogió a Dionisos niño, para el que no había llegado el momento de nacer, y lo encerró en su muslo. Cuando el plazo se cumplió, extrajo a la criatura. Este doble nacimiento le valió a Dionisos el epíteto de “ditirambo”, que quería decir “el dos veces nacido”.
Entonces Zeus confió su hijo a Ino, hermana de la princesa muerta, que residía en Orcómeno con su esposo Atamante. Pero la diosa Hera, la engañada esposa celeste de Zeus, no había desistido de su deseo de venganza, por lo que trató de enloquecer a los tíos del niño dios. Pero Zeus consiguió salvar por segunda vez a su hijo transformándolo en cabrito y entregándolo al dios mensajero Hermes para que lo confiara en custodia a las ninfas de Nisa, una región montañosa mítica que no se corresponde con ninguna región griega conocida.
Dionisos, el niño dios, pasó su infancia en esta maravillosa región al cuidado de las ninfas. Las musas, las ménades, los sátiros y los silenos también contribuyeron a la educación de Dionisos. Con una corona de hiedra sobre sus sienes, el joven dios corría por montes y bosques en compañía de las ninfas, y las montañas le devolvían los ecos de sus risas y gritos. Mientras tanto, el viejo sileno se ocupaba de la educación del joven dios.
Cuando fue mayor, descubrió la vid y el arte de obtener el vino. Cuenta el mito que, al principio, bebió sin moderación, por lo que Hera aprovechó para llevarlo a un estado de locura divina del que sólo se recuperó al consultar el oráculo dedicado a su padre Zeus en el templo de Dodona.
Dionisos empezó entonces una serie de largos viajes, que lo llevaron desde Grecia hasta la India y otra vez de vuelta a Grecia, en su carro tirado por panteras y adornado por hiedra y vid, acompañado por los silenos, las bacantes y los sátiros, para enseñar a los seres humanos los misterios de su culto y los beneficios del vino.
En su largo recorrido, protagonizó aventuras de gran belleza, como aquella en la que un día, cuando el dios paseaba por la orilla del mar, fue raptado por unos piratas que se lo llevaron cautivo en su navío. Creían que se trataba de un príncipe y esperaban obtener un buen rescate por él. En vano se esforzaban por atarlo con pesadas cadenas; estas se soltaban y caían por si mismas. Entonces se produjeron unos hechos prodigiosos: a lo largo del sombrío barco empezó a correr un vino delicioso y perfumado, y una vid trepó por la vela abrazándola con sus hojas. Mientras se adhería una oscura hiedra en torno al mástil, los remos se convirtieron en serpientes y resonaron flautas invisibles. Ante tales prodigios, los piratas, aterrados, se tiraron al mar, quedando transformados en delfines, lo que explicaría de forma simbólica por qué los delfines son amigos de los hombres y se esfuerzan por salvarlos en los naufragios, puesto que serían aquellos piratas arrepentidos.
En otros episodios de sus viajes se nos narran las dificultades con las que este dios se encontraba para que sus ritos y fiestas fueran aceptadas por las gentes. Por ejemplo, cuando Dionisos regresó a Grecia después de su largo periplo, cuando estaba, de hecho, en su ciudad natal, Tebas, el joven dios introdujo sus fiestas, a las que todo el pueblo se sumó, siendo presa de delirios místicos. Pero el rey Penteo se opuso a ritos tan ajenos a las costumbres. Intentó encarcelar al dios y a sus sacerdotisas, las bacantes, y fue castigado por ello, así como su madre Ágave, que tampoco reconocía al dios. Ágave, en pleno delirio místico, desgarró con sus propias manos a su hijo y rey de Tebas, Penteo, en el monte Citerión.
Tras todas estas luchas para ser reconocido entre los mortales y para implantar su culto entre los humanos, el dios pudo ascender al Olimpo, terminada ya su misión. Pero antes de ello, descendió al Hades, lugar donde, según la tradición griega, residían las almas de los muertos, en busca de su madre, Sémele, para llevarla también junto a él a la compañía de los dioses inmortales.
Imagen del cabezal: detalle de Bacanal, de Nicolás Poussin.
|